BLACK MASS: UN EXTERMINIO
En los orígenes de la mafia norteamericana habitaban detalles con sustanciales a la inmigración. La criminalidad de un país inclinado a la violencia, sumaba en la diversidad de población un gen natural de combate desarrollado al amparo de una sociedad que los acogía al nacer pero que después los desplazaba a la marginalidad. A principios del siglo XX ciudadanos de segundas generaciones tomaban el control de las calles aglutinando pequeños grupos de lucha que deseaban implantar una autoafirmación de poder estructural. Puede ser que entonces, en ese campo de batalla, en el caos que dimana de las prohibiciones, naciera lo gansteril, no solo como delincuencia, sino como sinónimo de antisistema.
En los años 20 el gánster es aquello que adopta manifestaciones tanto estéticas como de sublevación, acaparando las miradas de un cine incapaz de separar la realidad de sus historias de leyenda. Ávidos de proyectar en la pantalla los sesgos patémicos de los círculos gansteriles predominantes, Hollywood contaba las historias de estos abordando un género en tiempo presente para acrecentar con ello el aura romántica del forajido.
La ficción subrayaba los arquetipos de una serie de personajes rudos, de carácter impetuoso y llenos de ira. Pero también, interponían a los recursos narrativos impulsos redentores que rompían con la seca violencia del entorno favoreciendo una cantidad de películas en donde la figura del gánster era mas la de un antihéroe que la de un criminal sin escrúpulos.
Las primeras películas de Mervyn LeRoy, o las más realistas de Howard Hawks, avanzaban imparables hacia un coto cinematográfico empapado de energías y recursos fílmicos. La muerte de Dominic, el más pequeño de la banda juvenil de Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, Sergio Leone, 1984), me valdría para, en los parámetros de la ficción, tratar uno de los puntos de inflexión más significativos de lo que yo llamo epifanía del gánster. La muerte de Dominic es un tributo de sangre a la mitología que pernocta las bandas callejeras. Noodles, Max y los suyos abrazan impíamente desde ese mismo instante un camino de revolución ante toda coyuntura de opresión. Socialmente estos hijos de los bajos fondos surgidos de las entrañas más profundas enquistan en el sentimiento de la perdida, amistad y núcleo, su eje de maldad definitivo.
Los personajes de Leone ejemplos de una época concreta y de una reconstrucción genuina de ficción, muestran en la perversa acción de sus actividades una empatía arrolladora con nosotros los espectadores. Esa complicidad no exenta de formula, penetraba en los marcos psicológicos buscando el apego y lealtad simbólica con los sueños gansteriles de victoria.
Tirando de este hilo también el filme Enemigos Públicos (Public Enemies, Michael Mann, 2009) valdría, en los últimos años, como objeto significativo de la mitomanía criminal montada sobre los estudios meta cinematográficos que hacen de la película de Mann una reinterpretación brillante de las dos caras ungidas alrededor del gánster. Por una parte la contextual, regida en lo histórico, y por otra el juego mismo con lo ficcional, en las vicisitudes de un cine que se mira en su naturaleza, en su esplendor lingüístico.
La adoración hacia la figura de Dillinger constituye un asunto mitológico que se revela portador del deseo de un país en decrecimiento, con el fantasma de la Gran Depresión todavía presente, además de consumar un imaginario pasional – la escena de Dillinger adorando la imagen de las estrellas en la pantalla del cine minutos previos a su asesinato – capaz de articular per se la maniobra vertebral del filme: predicamento y epifanía del gansterismo clásico.
Estábamos todavía sentados en el palco del Victoria Eugenia a poco de acabar la proyección de Black Mass (Scott Cooper, 2015), cuando no tardaron en oírse comentarios restrictivos que alababan la artesanía de la película pero reprochaban su falta de originalidad comparándola, o mas bien momificándola, con anteriores obras del genero. No negaremos, al menos en la exploración de lo gansteril, que la estrategia de Cooper continua trabajando la línea modular de muchos precedentes, pero lejos de fotocopiarlos o disolverlos los deconstruye.
La primera diferencia es que las tareas narrativas pastan un encarnecido análisis del criminal terminal, en el que recae la depredación sistémica de la masculinidad. La segunda es que donde antes hubo leyenda ora solo encontramos apariencias. La tercera, la más interesante de todas, es que lo caníbal obliga al gánster a borrar del entorno cualquier grado de melancolía. Me explico, Jimmy Bulger (Johnny Depp) personifica lo vulnerable de lo que uno cree ser y lo que verdaderamente supone para los demás.
Esa apariencia refleja como pocas veces hasta ahora el terrible estado patriarcal del gánster, cáncer para si y para el status quo. Cooper examina las posibilidades de un exterminio, una mafia impedida de nostalgia.
Ya habíamos sido testigos durante los años setenta de un cine sin concesiones o liturgias glamurosas, aceptemos en Black Mass paralelismos con cineastas modélicos como Scorsese o Coppola. Pero hasta ahí, y me parece curioso que lo pasemos por alto, los relatos gansteriles invitaban a una herencia, o una suerte de centralidad a favor de los lazos de lealtad o de amor fou.
En la tradición del género la mujer presenta una serie de rasgos congénitos atribuibles siempre a una descripción arcaizante de lo femenino en un nicho primariamente masculino.
De sobras es conocida la subdivisión de madres y putas que el cine de mafiosos encara subrepticiamente en sus relatos. En el proceso que arrastra al gánster al abismo la mujer representa un acicate, una clara motivación para el desequilibrio. Puede afirmarse que la femme fatale supone mucho más que una piedra angular a la hora de proyectar en el ideario masculino la pulsión sexual del objeto propio. El mafioso desea penetrar, literalmente, el cuerpo de una mujer para estimular con ellas intencionadamente sus instintos más patriarcales.
Curioso, como poco, el hecho de que en Black Mass la mujer cuente con una presencia relativa en el filme, pero sugiera una importancia tan vital en el subtexto. Tenemos a la esposa de Bulger ejerciendo fielmente su rol de madre cuidadora, pero cuando los derroteros de la historia matan al único hijo del matrimonio será esta, en una decisión importante, la que desaparezca del foco de la imagen. Comienza pues en un ignoto fuera de campo los posibles de una mujer que desestima la continuidad al lado de su marido, imponiéndose en un abandono directo a la dominación del género.
La mujer de Bulger se avecina como un personaje virtuoso que plantea una salida redentora del marco de delincuencia del que cohabitaba. Luego tendríamos a la esposa del agente del FBI John Connolly (Joel Edgerton), la cual desaprueba encarecidamente el nuevo tren de vida de su pareja. En ella también alumbramos una figuración radical que no deja autoimponerse etiquetas meramente familiares.
Otra curiosidad de Black Mass, y por defecto atribuible a su personaje principal, es la llamativa ausencia sexual de este hacia lo femenino. Nunca lo veremos acostarse con su esposa ni mantener o buscar relaciones sexuales de ningún tipo. Eso aumenta los esfuerzos de Cooper por filmar la neutralidad de un criminal sin romanticismo, que robado de los placeres de la carne o de las emociones genitales, está marcando el final definitivo del reinado.
Acudiendo a formulas o ensayos convencionalizados el cineasta encuentra en Black Mass una densidad especifica de tragedia lapidaria. La película maneja los timbres religiosos de esa cultura del emigrante castigado a trepar por las espinas de una culpa judeocristiana, una culpa en el que el pecado arrastra los consabidos cuentos morales afines a las imágenes que la cinefilia va recreando por si misma. Sin embargo Cooper despoja a su filme de dramatismos para lo cual reprimirá lo operístico queriendo buscarse en la condición monstruosa de Bulger, y con ello hundir, mas si cabe, la acabada ideología del mafioso. Cada imagen ilustra en el filme una densidad morbosa poniendo el énfasis en la tenebrosidad del cuerpo de Bulger.
La caracterización da pie a pensar en algo vampírico, como si la persona que interpreta Deep tuviera la labor de absorber en esencias y atmosferas toda esa canalla ocultación del diablo.
Porque Black Mass recoge y fija en la gestualidad y apariencia del encuadre un absoluto interés por el terror gansteril, hasta el punto de romper tradicionalismos y proponer una especie de genocidio en la resolución de su discurso. Por si esto fuera poco, lo que da amplitud al film es interiorizar, con fluida y oscura profundidad, unos cánones que por suerte o desgracia llevan tiempo exteriorizados en la cultura audiovisual de este tipo de cine.
La citada frase del “lo hemos visto antes” debería obligarnos a pensar si esa idea proviene de la repetición de unas imágenes fijadas en nuestra cabeza como tumbas, o de un continuismo que las presiente indagando en las dobles apariencias.
David Tejero