Apuntes sobre una lectura feminista de MA: Matar la femineidad
Mujer virtuosa. ¿Quién la hallara? (Proverbios 31:30)
En un confín de ese el peligroso desierto del Sudoeste americano, donde Matt Damon y Casey Affleck se perdieron en esa extraordinaria película llamada Gerry; advertimos una presencia femenina, que se arrastra, sin rumbo fijo, por la aridez del paisaje. Barriendo las piedras y los matorrales que encuentra a su paso, esa criatura misteriosa –vestida con unas botas camperas y un velo impoluto sobre su cabeza– se postra, inmóvil, en medio de la carretera.
Sin rastro de la esperanzadora melodía “Spiegel im Spiegel” de Arvo Pärt, que suavizaba el suspense durante el prólogo y el desenlace del citado largometraje de Gus van Sant; la joven protagonista de MA dará, al fin, con el coche que la socorrerá de su peregrinaje por esas yermas tierras.
La ópera prima de la célebre actriz, cortometrajista y coreógrafa estadounidense, Celia Rowlson-Hall, da comienzo con el encuentro entre nuestra chica anónima y su nuevo chófer: una suerte de neo-James Dean, parecido al guaperas-no-demasiado-inteligente de A Girl Walks Home Alone at Night. Pero no nos dejemos engañar por la dulzura de esta cita casual. Igual que el debut de Ana Lily Amirpour, no se trata de un Girl Meets Boy cualquiera.
¿Qué podría ser mejor que una vampiresa iraní?, os estaréis preguntando. La respuesta es: una Virgen María, feminista y posmoderna.
Castidad, honra y pureza conforman la tríada de virtudes que han definido el mito de la Virgen María a lo largo de los siglos. Asimismo, más allá del celibato, sus buenas obras estuvieron marcadas por sus votos de obediencia y su incuestionada sumisión.
El intrépido salto al largometraje de esta joven autora –presentado en la última edición de Tribeca y Venecia– propone una revisión feminista de la iconografía del personaje bíblico, a través de la descontextualización temporal de los acontecimientos narrados en el Antiguo Testamento.
La directora (y actriz protagonista) de esta road movie, cuya meta será la concupiscente ciudad de Las Vegas, no da voz propia a su personaje. Al tratarse de una película muda, la Santa hablará a través de sus expresiones faciales y unos gestos perfectamente coreografiados. De este modo, aunque desconozcamos la voz de la Virgen, Rowlson-Hall le otorga un don más humano, preciado y esencial: el derecho a pensar y actuar por ella misma, como un ser humano autónomo; y, sobre todo, como una mujer autosuficiente.
Sin embargo, la adquisición de conciencia genera dudas existenciales que no puede resolver.
María debe atreverse a pensar.
Antes de encomendarse a la tarea más importante de su vida –dar a luz al hijo de Dios, que ya lleva en su interior–, la Santa tiene que descubrir quién es y qué lugar ocupa en el mundo. Pero, como Pawel Pawlikowski advirtió en Ida: abandonar temporalmente el deber con Dios supone un grave peligro; pues, descuidar la espiritualidad puede significar perderla para siempre.
María comprende el dolor del mundo. Y secundando la tristeza de la Virgen de Andrei Zvyagintsev en The Banishment, desearía quitarse al Salvador de su vientre.
Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve.
(Corintios 13:1)
No obstante, nuestra protagonista se salvará tras convertir su desasosiego existencial en otra obsesión: definir qué es ser mujer. Pero la Virgen María no está preparada para asimilar que ‘mujer’ es sinónimo de ‘inferioridad’ en su sociedad patriarcal; e inicia su vendetta contra la Humanidad, y el Dios Todopoderoso que la violó.
Como si se tratara de un personaje de Céline Sciamma, María aniquila su feminidad.
Nunca más será el sexo débil.
María es, ahora, un hombre.
Pero no olvidemos que, a veces, la negación, es mucho más que un mero rechazo. Es la primera etapa de un sentimiento de mayor trascendencia. En este caso, un elogio al valor de haber nacido mujer.
Fue necesario matar su feminidad para reafirmarla.
Carlota Moseguí