WAYNE: FORD/HAWKS.

 
 
 
 
 
¿Qué es un hombre? No qué debe ser, sino, ¿qué es?
 
¿Qué es dentro del imaginario colectivo, es decir, qué se entiende cuando alguien dice “sé un hombre”? ¿Es el hombre duro que ni siente ni padece? O, por el contrario, ¿es aquel que ha amado, ha reído y ha llorado? O, quizás, ni siquiera sean versiones opuestas. ¿Es algo? ¿Es nada? ¿Es John Wayne? ¿Lo es? ¿Con Hawks o con Ford? Ah, ya no hablamos de la persona, hablamos de los personajes que emanan de la persona, pues, ¿qué hay de él, si lo hay, en Ethan Edwards o en Sean Mercer? ¿Es el pasado quien quiebra al individuo, al hombre, mientras aspira al futuro o es al revés?
 
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En Ford, lo vivido regresa, ya sea en forma colectiva o personal; mientras que, en Hawks, se edifica en pantalla –en la filmografía que ambos comparten con Wayne, en concreto, aunque sea extrapolable a casi la totalidad del resto–. Lo cual no quiere decir que, en el primero, el pasado no pueda transcurrir durante la diégesis, pensemos en The Man Who Shot Liberty Valance, sin embargo, y esto es lo que les diferencia, si en Hawks se filmaría en presente, en Ford se deberá volver sobre ello, ya sea de forma narrativa o proyectada en el tormento del personaje o ambas, como es el caso.
Esa(s) secuencia(s) –la(s) que da(n) nombre a la película– resulta(n), además, especialmente reveladora(s) a la hora de comparar las formas hawksianas y fordianas, pese a que no deje de ser, en parte, una anomalía en Ford. Se trata del hecho de ocultar información al espectador, algo que realiza en el resto de casos en intervalos de tiempo más cortos, desvelando antes el secreto. En Hawks es algo impensable, por un lado está esa renuncia a regresar sobre el pasado (cierto es que los personajes pueden arrastrar achaques, como el de Wayne en El Dorado), avanzando sin mirar atrás, lo cual no sé hasta qué punto puede ser producto de una ideología, de una fe en el progreso (no en uno ideal, sino el del desarrollo americano), frente a la mirada desencantada y dubitativa de Ford, que, en el fondo, cuestiona los cimientos sobre los que se erige la nación; por otro lado, el que surge de la manera de filmar, de pensar el cine de ambos o, mejor, cómo su cine se piensa a sí mismo.
 
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Hawks presenta todos los elementos que interfieren (o pueden interferir) en la escena, haciéndonos conocedores de la situación incluso antes que los protagonistas, dotando de cierto suspense a sus secuencias, sin ser algo que las marque, pues su interés reside en la estructura que se articula a partir de la ordenación espacial de personas, objetos y, también, esquinas, puertas, ventanas, etc. Partamos ahora de la perspectiva bressoniana, planteando la necesidad de que las imágenes alcancen su plenitud de significado en contacto con el resto y que, en definitiva, se vean transformadas por tal colisión y no por una previa interpretación. Quizás las imágenes hawksianas no sean del todo no-significantes por sí solas, pero es indudable que hasta el más simple ejercicio de comprensión de sus filmes no puede ser de otra forma que en movimiento o tras corte.
 
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Desde la democratización del encuadre, donde ningún protagonista posee privilegios sobre el resto de personajes (tampoco por clase, raza o sexo), hasta la impasividad en el rostro de sus actores. Las muecas de Wayne son incomprensibles sin un contraplano y es ahí donde adquiere la apariencia de hombre insensible, incapaz de expresarse, reprimido por una idea de lo que debe ser el comportamiento masculino, unido a una visceralidad que se transcribe en ira (y que acompaña al actor durante su filmografía). Ese instinto primitivo que se le achaca y que, no obstante, está tan unido a convenciones sociales, principalmente al honor. A su vez, se trata de un sujeto totalmente inseguro al relacionarse con el sexo opuesto o, más bien, con el género opuesto, le asusta lo femenino, no tanto la mujer (como sucede en Hatari!). Todo ello a través de una concepción materialista del universo fílmico, que supone que sus formas se piensen de fuera hacia dentro y que implica que esto se haga por medio de un sistema de relaciones. En ese sentido no se aleja de las tentativas de Kuleshov, el individuo siente lo que el siguiente plano hace que sienta.
 
 
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En Ford, si bien no es al revés por completo, sí que se realiza el proceso a la inversa, de dentro hacia fuera. Si en Hawks es el contraplano el que otorga sentido al rostro, aquí es el rostro (y/o la expresión corporal) el que se lo otorga al contraplano. Aunque estemos ante dos cineastas poco dados a cerrar el plano sobre sus personajes, no les hace falta; el primero funde el espacio en la mirada, el segunde proyecta el espíritu y lo integra, junto al pasado, al paisaje. Hay una escena en The Searchers ejemplar. Tras el ataque al hogar de los Edwards (omitido mediante una elipsis), Ethan rastrea entre las ruinas, apareciendo de entre el humo del mismo modo que lo había hecho al inicio de la película, como el fantasma de un pasado que regresa y que nunca murió, pese a que deba ser olvidado; grita:
“¡Martha!”, desconsolado, pero con violencia.
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Entonces su expresión se tuerce y 2 segundos se convierten en años y el tiempo en dolor. Avanza decidido mientras le flojean las piernas, con la vista fijada fuera de cuadro, la baja y pronto vemos que es para recoger un vestido, el que llevaba Martha. Vuelve a alzar la mirada y la centra en aquello que hizo que el tiempo se detuviera y retrocediera. Ni siquiera ha sido necesario un corte para mostrar lo que le perturbaba, cargado de significación a partir del rostro de Wayne; tampoco es necesaria la abyección ni la obscenidad para contemplar el horror, en su totalidad, inefable; ni sostener el plano más que esos pocos segundos, pues se dilatan y persisten. Así se construye la realidad dual fordiana, entre lo ideal y lo material, el pasado y el presente; siendo un uno que tiende a la escisión, mientras asume la imposibilidad de existir por separado. No hay lugar para el alivio, el contraplano convertirá a Ethan en una silueta, en lo que se convirtió una vez acabó la guerra o, quizás, antes; una sombra derrotada, perdida definitivamente, que agacha la cabeza. Martin Pawley es tan espectador como nosotros.
 
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En las imágenes reverbera la pureza de un amor que escapa de su propia representación y da pie a la tragedia que a través de Wayne (The Searchers, She Wore a Yellow Ribbon, The Horse Soldiers, The Wings of Eagles…) exorcizará a una nación construida sobre el exterminio (de pueblos e ideas), pues tiende puentes entre lo que es y lo que quiere borrar. Mientras que Hawks, por ejemplo, en Red River, muestra la relación y representará su pérdida por medio de un símbolo, no de la resistencia, sino del progreso, en continua transformación. No dejamos de estar ante el Wayne más fordiano, aquel que recuerda, que sufre, corroído por la ira; aunque finalmente regrese al redil hawksiano, reincorporándose a la vida en sociedad, dejando el pasado en el olvido. Así se produce, que su masculinidad se construye a partir de sus reacciones al entorno, asumiendo de todos modos el control sobre el mismo, es quien sabe lo que debe(n) hacer; en realidad, sabe lo que se espera de él y, por tanto, cómo ha de reaccionar, estando su comportamiento condicionado por el deber, el que entiende que tiene como hombre y que no se diferencia de la idea que tiene Chris Kyle (la representación de Eastwood en American Sniper), implantada por su padre: la del perro guardián/pastor, cuyo fin último es proteger a los corderos de los lobos, situándose al margen de tal dicotomía.
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De ahí sus problemas para relacionarse con cualquiera que no le sirva en su misión. La cuestión es que en las películas de Hawks se narra su recorrido de protector a miembro del rebaño, que no a protegido, pues su funciones desaparecen porque ya no tienen sentido una vez eliminada la amenaza. Los finales anticipan una utopía que nunca empieza, al contrario, acaban dando lugar a la misma película, donde, otra vez, le tocará ser el héroe, ahogándose en sus códigos. Siendo el final feliz sustituido por el irónico. De ahí esa cierta amargura que dejan las obras que comparten; es un hombre condenado a ser ese hombre, oprimido por su propia opresión.
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Con Ford es distinto, los personajes de Wayne reaccionan contra el entorno. Hay en su sufrimiento, en su culpabilidad, la resistencia ante unas prácticas asumidas, ante una forma de progreso y de civilización. Es la soledad de su silenciosa lucha lo que desentona con la misma, pero ésta se explica desde su existir como héroe trágico, conformando su contradicción interna. Por un lado se erige el hombre defensor de lo que considera justo, frágil esta vez, y que se corresponde con el cuerpo, el héroe; por otro, está el alma en pena, apartado de la vida en sociedad o atormentado por un pasado y/o por sus propios actos, siendo entonces cuando encarna realmente lo justo, como renuncia y no como impostura. Una idea sintetizada en una imagen en movimiento, la primera de Wayne con Ford, donde la cámara se acerca a su rostro perdiendo el foco por el camino; esa silueta borrosa que resiste para terminar sucumbiendo al hombre. O Ethan Edwards que, antes de perderse en el desierto al final de The Searchers, observa como una sombra olvidada desde el marco de la puerta. Su no-presencia es, quizás, su mayor acto contra lo masculino, contra la necesidad de existir, de ser el protagonista. 
 
 
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ES UN LLANTO LEJANO QUE RETUMBA SIN DESCANSO HASTA, ALGÚN DÍA, DERRIBAR LOS CIMIENTOS.
 
 
 
 
 
 
Fernando Villaverde